Qué sentí tras la muerte de mi madre (revisitando el dolor)
Por: Funeraria La Católica | Ene 17, 2025
Hace tiempo que escribí este artículo sobre la muerte de mi madre, pero me gusta volver a él de vez en cuando. Me recuerda el dolor inmenso que viví, pero también me conecta con otras personas que han pasado por lo mismo.
Es cierto que el tiempo suaviza el dolor. Ahora ya puedo hablar de mi madre y compartir con otros las sensaciones que experimenté entonces. Pero en mi caso esto me ha llevado mucho tiempo.
Puedo hablar de sus recuerdos sin notar esa angustia que envolvía su ausencia, pero el alma se me ha quedado fría, destemplada, ya no tiene la energía que poseía cuando ella vivía.
Nunca es fácil hablar de la muerte de una madre, nunca es el momento. Andamos tan ocupados con cosas insignificantes que no nos atrevemos a analizar las importantes: las que marcarán nuestra vida.
David Kessler, uno de los mayores expertos en duelo, asegura que compartir el dolor puede ayudar. “Publicar una foto de tu madre en el aniversario de su muerte puede conectarte con amigos y familiares que también están de duelo. Tenemos la necesidad de que nuestro dolor sea presenciado. Nuestra mente no quiere que seamos una isla de dolor. Nos necesitamos unos a otros, y el dolor es un conector universal”, asegura.
Es posible que Kessler tenga razón, pero yo nunca hubiera abordado este tema con mi amiga Pilar, quien hace un año perdió a su madre. Sufría una demencia tipo alzhéimer.
Por dónde empezar y en qué comento. Cuando hablamos de moda -ella es una experta en el sector-, cuando nos quejamos de que ya no somos las que éramos, cuando nos tomamos un picho de tortilla en un local de copas especializado en cocina uruguaya. Sí, no me he confundido, esto es Madrid.
Nunca. Esa es la verdad. Si no hubiera tenido que escribir este artículo, jamás me hubiera atrevido a preguntarla.
Pero, gracias a la cita que tenía con esta obligación, nació esta charla.
En este artículo os narro mi caso, y cómo analicé mi experiencia siguiendo el modelo que desarrolló la psiquiatra suiza Elisabeth Kubler-Ross y David Kessler sobre las fases que suceden al duelo.
Entonces, traté de ajustarme al modelo, aunque hubo momentos en los que ese traje no se adaptaba a mis medidas. No pasa nada. Kessler ya lo había advertido. Cada dolor es único.
Cuando intenté seguir este proceso con Pilar, fue imposible. Ella es generosa, cálida, con una sensibilidad especial. Deseaba contar su historia como sucedió. Ese es el enorme regado que me quería hacer: abrir su alma tal y como es. Sin intentar gustar, sin intentar adaptarse. Solo verdad.
Para que os sea más fácil seguir el artículo, os comentaré cómo lo he estructurado: en la primera parte, cuento mi experiencia tras la muerte de mi madre y utilizo mis sentimientos para explicar cómo viví las fases del duelo.
En la segunda parte, comparto la conversación que mantuve con Pilar, en la que me explicó cómo vivió la muerte de su madre, y cómo la muerte de su padre, que se había producido ocho años antes, le enseñó a vivir mejor este momento.
Deberíamos aprender a afrontar la muerte de nuestros seres queridos. No pilla siempre tan desprevenidos, nos mostramos tan ignorantes ante momentos tan decisivos…
Primera parte del artículo: me enfrento a la muerte de mi madre
Muchas veces, me había imaginado la muerte de mi madre. Ella tenía una demencia en fase severa, y ya me había dado muchos sustos, así que intentaba prepararme para ese momento. Pero cuando llegó el final, supe que nadie puede prepararse por mucho que lo intente. El dolor, cuando amas a una persona, es tan fuerte, que deja en nada cualquier simulación previa.
Me enfrentaba a una de las situaciones más difíciles que me podían ocurrir en la vida, y no sabía cómo hacerlo. La experiencia me llevó a comprobar que es cierto lo que muchos expertos dicen sobre cómo las personas afrontan ese dolor: no existe una fórmula, cada uno lo hace como puede.
Sin embargo, es conveniente conocer lo que dicen los profesionales. La psiquiatra suiza Elisabeth Kubler-Ross fue la primera que observó que había un patrón que se repetía en las emociones que sentían los pacientes terminales cuando conocían que iban a morir. Ese modelo fue presentado por primera vez en su libro “On Death and Dying”, publicado en 1969.
Posteriormente, David Kessler, trabajó con ella para adaptar este modelo al duelo. Este trabajo quedó recogido en el libro “On Grief and Grieving”.
Ellos establecieron cinco etapas en este proceso: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Estas etapas son respuestas que muchas personas tienen cuando experimentan una pérdida, pero, como no se cansa de repetir Kessler, no hay una respuesta típica a la pérdida, porque cada dolor es único.
Con este modelo, ellos desarrollaron unas herramientas que pueden ayudar a identificar las emociones que una persona siente cuando se enfrenta a la muerte de un ser querido.
No se trata de introducir las emociones en cajitas y poner un orden. Cada una de estas etapas puede encerrar otros muchos sentimientos. No hay una forma lineal de moverse a través de ellas. Una persona puede llegar a una etapa y luego retroceder y situarse en una anterior. Habrá casos en los que se experimenten esos sentimientos y otros no. En otros, una persona se puede quedar atrapada en una etapa y no ser capaz de avanzar.
Primera etapa del duelo: la negación
Esta reacción inicial es la forma que tiene la persona de protegerse. Le acaban de comunicar que el ser que más quiere ha muerto, negando esa realidad está ganando tiempo para adaptarse a un nuevo estado que le resulta profundamente doloroso. Es el modo que tiene nuestro cuerpo de avisarnos de que no pueda con todo, que necesita ir poco a poco.
Negando esa noticia, dejas de sentir, detienes el sufrimiento. En esos momentos, no estás viviendo la realidad actual, estás viviendo en una realidad preferible. La negación, la conmoción y el aturdimiento nos ayudan a sobrellevar la situación.
Cuando me avisaron de que mi madre había fallecido pedí al personal de la funeraria que esperara a que llegara para llevarse el cuerpo. Necesitaba ver a mi madre muerta. Necesitaba volver a besarla y acariciarla. Cantarla. Cuando la toqué y sentí que estaba fría, me fue más fácil aceptar que se había marchado. Aun así, todo lo que vino después lo recuerdo como algo ajeno, como si lo estuviera organizando para otra persona.
Mi madre, cuando todavía estaba bien, muchas veces me había preguntado: “¿cómo será mi funeral?”. Así que, cuando todo terminó, me imaginé volviendo a casa y contándole todos los detalles.
Según los expertos, ese entumecimiento por el que se atraviesa puede ser de gran ayuda para conseguir pasar por todos los trámites que acompañan la muerte de un ser querido: ponerse en contacto con los familiares, organizar el funeral…
Es muy doloroso ver cómo entierran a la persona que más has querido en tu vida, pero, a veces, es conveniente porque, cuando el tiempo pase, puede producirte un profundo pesar no haber estado presente.
Pero esto, como todo, lo debe decidir cada persona porque no hay una forma correcta de actuar.
Segunda etapa del duelo: el enfado
La ira. Aunque la muerte no suele ser culpa de nadie, a veces, uno se siente enfadado con los médicos, a los que responsabiliza de no haber hecho lo suficiente, o con los familiares y amigos que no estuvieron cerca. En ocasiones, uno se siente resentido con la persona que se ha ido por haberle dejado solo.
Si se es creyente, es probable que se enfade con Dios, que cuestione su fe. Si Dios me ama por qué no ha protegido a mi ser querido, por qué ha dejado que esto pasara.
La ira es una etapa necesaria en el duelo. La ira te conecta con la realidad. La vida de la persona que ha perdido a su ser querido se ha hecho añicos y no hay nada sólido a lo que poder aferrarse, la ira se convierte entonces es un puente que te vincula con lo que está ocurriendo. Se sientes solo, pero la ira te conecta nuevamente con las personas. Es un sentimiento al que te puedes agarrar para mantenerte a flote. La ira es solo otro indicio de la intensidad del amor que has sentido.
Los expertos dicen que no es saludable reprimir la ira. Es una respuesta natural y quizás, posiblemente, necesaria. Cuanto más sientas la ira, antes comenzará a disiparse y estarás más cerca de la curación.
Yo no sentí ira. Quizá, aunque no lo quería reconocer, sabía que ese momento estaba cerca.
Quizá sentí envidia de todas las personas que tenían todavía a sus madres. Quizá sentí rencor porque el mundo, al menos el más próximo, no se paró.
Tercera etapa del duelo: negociación
Antes de una pérdida, harías cualquier cosa para evitar que eso sucediera. Puede que comiences a rezar aunque nunca antes lo hayas hecho. Diseñas rituales para impedir que lo que más temes suceda. Si rezo tantas oraciones… si se lo pido a Dios con fuerza…
Cuando se produce la pérdida, la negociación puede tomar la forma de una tregua temporal. Qué pasa si cambio de vida, entonces ¿todo volverá a ser como era antes?
La culpa es una sensación común de esta etapa, es una “compañera de la negociación”.
Cuando tu ser querido muere, hay imágenes que acuden a tu cabeza. Recuerdas todo aquello que te hubiera gustado decir, pero que no dijiste. Las actividades que podrías haber realizado y que no llevaste a cabo. Las veces en que perdiste la paciencia, los besos que no diste. Te puedes llegar a sentir culpable por seguir viviendo ahora que tu ser querido ya se ha ido. Nadie puede tener la muerte bajo control. Es preciso, aprender a aceptarla.
Hay personas que se sienten aliviadas cuando su familiar muere porque llevan mucho tiempo cuidándole, luchando contra una enfermedad. Y ese pensamiento les hace sentirse culpables. Sin embargo, esa sensación es natural.
Cuarta etapa del duelo: depresión
Después comienza el dolor. Se da paso a una profunda tristeza. En ocasiones, se siente desesperación, anhelo, soledad.
Nos sentimos deprimidos porque nuestra atención se ha trasladado al presente. Se siente como si esta etapa fuera a durar siempre. Nos retiramos de la vida, preguntándonos si tiene sentido seguir solos. Pero no hay nada malo en ello, es la respuesta adecuada a una gran pérdida.
La depresión se suele ver como algo antinatural, un estado que hay que arreglar, del que hay que salir. David Kessler asegura que, si el duelo es un proceso hacia la curación, entonces la depresión es uno de los pasos necesarios en el camino.
Comienza la tristeza, el retiro y el silencio. En cualquier momento, surgen manifestaciones de dolor. Situaciones desencadenadas por personas, lugares, objetos que reavivan los recuerdos.
Incapaz de controlar sus sentimientos, muchas personas se sienten tentadas por mantenerse alejadas de su entorno, que no entiende su dolor ni lo comparte. Sin embargo, los expertos recomiendan volver a realizar las actividades normales.
Yo no terminaba de entender que mi madre se había ido para siempre. Esperaba encontrármela otra vez. Me metía en su cama, en busca de su calor, como si las sábanas pudieran abrazarme. Pero solo encontraba vacío, un hueco que no llenaba nadie. Llorar a solas es lo que más me aliviaba. No tenía que justificarme ni explicar nada, solo llorar. Ese llanto me hacía compañía.
No soportaba salir con mis amigos, pero, en seguida, volví al trabajo. Mantener mi cabeza ocupada me ayudaba, era una forma de escapar.
La pérdida de una persona importante en tu vida puede producir una serie de temores. Puede provocar hasta ataques de pánico. Su muerte recuerda tu propia muerte y el miedo a enfrentarte a la vida sin lo que más quieres.
Yo sentí un enorme vacío, un pozo al que me daba miedo asomarme. Estaba perdida, como si me hubieran cortado las raíces. Tenía miedo de no ser lo suficiente fuerte como para afrontar las dificultades. Toda esa fuerza, que mi madre me proporcionaba, había desaparecido.
Síntomas físicos. El dolor no solo es un proceso emocional, también conlleva problemas físicos: fatiga, náuseas, el sistema inmunitario se deteriora, aumento o pérdida de peso, dolores, molestias e insomnio.
Tras la muerte de mi madre, era incapaz de comer, perdí mucho peso. Y por la noches me era muy difícil conciliar el sueño. La oscuridad me aterraba.
Quinta etapa del duelo: aceptación de la muerte de mi madre
Se trata de aceptar la realidad de que nuestro ser querido se ha ido físicamente y que se ha ido para siempre. Esta aceptación no quiere decir que nos parezca bien lo que ha ocurrido, pero lo aceptamos. Aprendemos a vivir sin lo que más queremos, aprendemos a vivir con el dolor.
Se repasan los buenos y malos momentos que se vivieron juntos. A mí me gusta sentarme y recordar los primeros días del otoño, cuando sacaba a pasear a mi madre y todavía hacía calor. Cierro los ojos y ahí está.
Nuestra vida no será igual que antes, nos tenemos que adaptar al gran cambio que se ha producido. A veces, la aceptación puede ser solo que hay más días buenos que malos.
Como explica Kessler, la aceptación no significa que hemos llegado al final del camino. “Estoy encontrando un poco de aceptación. Se acabó el dolor, pero el dolor no ha terminado”.
A medida que pasa el tiempo, se aprende a vivir con él. Es posible pensar en otras cosas e, incluso, mirar hacia el futuro. Sin embargo, esa sensación de haber perdido una parte de uno mismo nunca desaparecerá del todo.
Cuando volvemos a vivir, a menudo sentimos que estamos traicionando a nuestro ser querido. Nunca lo reemplazaremos, pero podemos establecer nuevas relaciones, podemos evolucionar. Pero no podremos dar este paso hasta que hayamos dado tiempo al dolor.
Me gustó descubrir esta etapa del proceso. Si algo me horrorizaba era imaginar que sería capaz de olvidar a mi madre. Olvidarla sería desprenderme de una parte importante de mí misma. Yo no quería olvidar, quería aprender a convivir con la ausencia de mi madre, con su recuerdo. Me gusta tenerla presente cada día.
Una nueva etapa se añade al duelo: el significado
David Kessler también ha vivido el dolor extremo en primera persona. No solo es un experto, también ha tenido que enfrentarse a él.
Un día, mientras se encontraba dando unas conferencias, su hijo mayor le llamó para decirle que David, el pequeño, había muerto de una sobredosis.
El vivió todo el sufrimiento, y cuando dejó que todo ese dolor saliera y fue capaz de aceptar la muerte de su hijo se preguntó: ¿qué viene después de esto?
Fue entonces cuando se dio cuenta de que vivir después de una tragedia requiere más que aceptación. Quiso encontrar un sentido, algo que le proporcionara la posibilidad de poder descubrir algo significativo en su dolor.
“No se trata de encontrar un significado en la muerte, porque no hay un significado allí. De lo que se trata es de encontrar un sentido a la vida de la persona que ha fallecido, de cómo conocerla nos influyó. Tal vez la forma en que murió puede ayudarnos a hacer un mundo más seguro para los demás”, explica.
Encontrar un significado trata sobre averiguar qué pueden hacer las personas que sufren la pérdida de un ser querido, sobre cómo pueden permitir que la vida de la persona que se ha ido cambie su propia vida.
“Su muerte”, dice Kessler, “es algo que no podemos cambiar, pero sí podemos cambiar cómo vivimos el ahora sin ellos”.
“El significado no quita el dolor, pero nos permite saber que hay más que solo dolor”, asegura.
“Todos renunciaríamos, en un abrir y cerrar de ojos, al crecimiento que hemos experimentado, si con ello pudiéramos traer a nuestro ser querido de vuelta. Pero es lo único que no podemos hacer. Tenemos que recordar que la persona que se ha ido hubiera querido que encontráramos un sentido a nuestra vida gracias a ella. Mi hijo estaba orgulloso de lo que yo hacía y también estaría contento de saber que mi trabajo ha encontrado una nueva dimensión gracias a él”, explica.
En mi caso, la muerte de mi madre me enseñó a amar a todas las personas mayores. Me gusta mirarlos a los ojos, porque su mirada me recuerda a la de mi madre.
Disfruto escuchándolos porque sé que mi atención es como una caricia en un mundo lleno de prisas y de soledad. La mía, también. Cuando estoy con ellos busco volver a sentir ese calor que me daba mi madre cuando paseaba con ella, cuando empujaba su silla de ruedas, cuando le cogía la mano y ella me la apretaba.
Segunda parte: mi amiga Pilar me explica cómo vivió la muerte de su madre
Hay una imagen de su relato que se me ha quedado grabada: veo un banco de madera por detrás, con un respaldo alto, en un lado del jardín. Es un día soleado, pero no hace mucho calor. Observo tres cabezas de mujer. Me acerco y escucho sus móviles. No paran de sonar. Ninguna de las tres hace nada por responder. No sé ni si tan siquiera los oyen. Permanecen en silencio, inalterables. Acaban de comunicarles que su madre ha fallecido. El tiempo se ha detenido.
Pilar me cuenta que no sabe cuánto tiempo permanecieron sentadas en el banco sin hablar, sin atender los teléfonos. Recuerda que en un momento una de sus hermanas miró el móvil y vio que la llamada era de una cuñada de Pilar. Entonces, volvió la realidad y le dijo: ‘Llama a Miguel’ -su marido-. Fue entonces cuando se dieron cuenta de lo que había pasado.
Comenzó entonces otro momento decisivo para mi amiga. Necesitaba despedirse de su madre. Sentía que no podía respirar, que le faltaba el aire. “No se me iba de la cabeza. Ante todo, yo quería verla. El médico, que era muy amable, quería que me tomara una pastilla. Pero yo pasaba de la pastilla, solo quería ver a mi madre”.
Tras la muerte de su madre, la despedida la sanó
Sus hermanas la acompañaron a la sala, pero prefirieron no entrar. Deseaban recordar a su madre viva. “Cuando entré, vi que tenía una cara tan bonita, no tenía ninguna mancha. La piel estiradita. Ella era muy guapa. Yo la abracé, la acaricié, la besé. No paraba de hablarla. Le decía: “te has ido y me has dejado coja”. Yo necesitaba decirle que la quería y lo sola que me iba a encontrar. Era mi momento con ella. Cuando estás así, las palabras te salen solas. Te salen de seguido, aunque no las hayas ensayado”, recuerda Pilar.
Ocho años antes su padre había muerto de cáncer. Su muerte fue distinta de la de su madre: falleció entre dolores. La morfina no era suficiente para calmarle. Aquella agonía la pilló sin preparación. Pilar pasaba todas las noches acompañando a su padre, y cuando el final se acercó, sus familiares le aconsejaron que se fuera a casa a descansar. Y de esa decisión, que la impidió estar con su padre durante los últimos momentos, todavía se arrepiente. “En qué momento me fui, en qué momento. Si me hubieran dicho que mi padre se moría, no me hubiera separado de él. Cómo no pude ver las señales”, dice Pilar con pesar.
Todavía hoy le acompaña la culpa. “Pedía que le dieran cuidados paliativos y lo único que me decían es que necesitaban su consentimiento. Pero, cómo voy a dar a firmar ese documento a mi padre. Me hubiera gustado tanto que hubiera tenido una muerte tranquila”, dice.
Ese sentimiento no surgió, en cambio, tras la muerte de su madre. “Hubiera deseado que me avisaran de que mi madre se iba a morir. Porque si me lo hubieran dicho no me hubiera separado de ella, pero con mi madre no tengo sensación de culpa”.
Para Pilar fue muy importante despedirse de su madre. Ese momento, la sanó. Después, le fue más fácil encontrar alivio. “A mí me preocupaba que estuviera sola en la residencia porque ella ya no hablaba, no tenía conversación. Cuando no estaba con ella no sabía cómo se encontraba, si se quedaba mirando al infinito. Entonces, sentí alivio al pensar que mi madre ya no iba a estar sola”.
El funeral
Pilar era consciente de que su madre se había marchado, pero no de lo mucho que la iba a echar de menos. “Mientras estuvimos velando a mi madre, yo recuerdo que hablaba con mis primos, que contábamos anécdotas y que nos reíamos. Cuando comienzas a notar su ausencia es después, en los días que siguen. En esos momentos hablas con la gente, te distraes… creas como una pantalla”.
Durante la ceremonia, Miguel, el marido de Pilar, leyó unas palabras dedicadas a su madre. Al escucharlas se rompió. “Cuando Miguel habló lo pasé mal, me dio un bajón. Luego, cuando se la llevaron para incinerarla, salí en volandas. No quise entrar a verlo. Sabía que en esa caja se iba, y se terminaba todo”.
Por la noche, no pudo conciliar el sueño. “No lloraba, pero necesitaba amueblar mi cabeza, asimilar todo lo que había sucedido. Me decía: ‘Tenía que ser así’. ‘Ya estará con mi padre’. No soy creyente, ojalá lo fuera, pero necesitaba algo a lo que agarrarme. Pensaba: ‘estoy tranquila porque ya me puedo ir, ya no dejo a nadie mayor detrás”.
Aquí, Pilar, vuelve a ser ella. Divertida, con un toque de ingenuidad que la hace todavía más entrañable. Con un humor que a mí me recuerda a Gila.
“Yo siempre le decía a mi madre: ‘Mami, si tú te vas antes, como vas a ir al cielo, cuando llegues, estate al loro ¿eh? Yo quiero estar en la misma parcela que vosotros. A ver si cuando yo llegue te vas a despistar y me tengo que ir con alguien que no conozca. Que tú siempre has sido muy despistada. Vete cogiendo una parcela para que estemos todos juntos. No te despistes ni un segundo”, me describe con su acento y esa chispa que tanto la define.
El acto más íntimo, más entrañable vino después, cuando les entregaron las cenizas. “Nos reunimos las tres hermanas, nuestras parejas y las niñas de mis hermanas. Fuimos hasta la Virgen del Puerto, en lo alto de Plasencia. Allí dejamos unas flores, unas camelias y pusimos un poquito de sus cenizas en una encina. Luego, nos fuimos todos juntos a comer. Fue algo muy bonito, que nos dio sosiego”.
La huella de sus padres…
Pilar ahora siente debilidad por los mayores. Les observa detenidamente, se ensimisma con sus movimientos. “Cuando veo a esos matrimonios tan mayores por la calle, pienso que así podrían ser mis padres, y me los comería a besos. Me fijo en esas parejas que van con el carrito a comprar, que cogen el autobús. Él, tan mayor, le deja el asiento a ella, ves cómo la cuida. Me gusta tanto mirarlos. Escuchar lo que se dicen. Este sentimiento surgió a raíz de la pandemia, como sufrieron tanto… y yo tenía tanto miedo de que a mi madre le pasara algo”.